Robert Kurz - La huida hacia adelante

La huida hacia adelante

El eventual ataque norteamericano a Irak servirá no para desbaratar al terrorismo, sino para conseguir petróleo a bajo precio y así suavizar las contradicciones de la globalización.

Robert Kurz

El ataque militar de los Estados Unidos contra Irak parece ser cosa decidida. En esta cuestión, el gobierno del presidente George W. Bush ya mostró sus intenciones lo suficiente como para dar marcha atrás sin desprestigiarse. En realidad, el avance militar empezó hace ya tiempo. Los EE.UU. desplazan constantemente nuevos contingentes de tropas hacia sus bases en Oriente Próximo. Una formación naval suplementaria, con el portaaviones Constellation, está en camino a la región del golfo, donde ya se encuentra el Abraham Lincoln. Todo esto sólo tiene sentido porque el ataque se está preparando a pesar de todos los esfuerzos políticos. El gobierno norteamericano declaró abiertamente que no va a permitir que la tan invocada «comunidad internacional» ate sus manos. El intento de arrancar una resolución de la ONU adecuada a sus propósitos sirve tan sólo como acompañamiento diplomático. La voluntad de desencadenar el ataque es evidentemente más fuerte que cualquier evaluación equilibrada.

Podríamos sentirnos casi transportados al pasado de la historia moderna. Pues desde el siglo XVI hasta la Segunda Guerra Mundial la cuestión de la guerra y de la paz nunca fue decidida por medio de un procedimiento de legalidad formal y conforme al derecho de gentes, sino por «resoluciones solitarias» de los gobiernos, legitimadas única y exclusivamente por el poder fáctico. Después de las experiencias catastróficas en la época de la Segunda Guerra, las normas vinculantes del derecho internacional abolirían la «zona de caza libre» en el mundo de los Estados. La ONU y su Consejo de Seguridad fueron reconocidos universalmente como el marco de esa obligatoriedad. Pero la ONU nunca fue un poder fáctico; sólo constituía la representación formal de una suma de Estados nacionales soberanos. En el plano del poder fáctico, el mundo estaba dividido en una «pax americana» y en una «pax soviética». Desde el ocaso de la Unión Soviética, sólo quedó la «pax americana». Y es digno de observar que esta última potencia mundial fáctica, apoyada en una maquinaria militar absolutamente superior y sin rival, se encuentra en una oposición cada vez mayor con relación al derecho internacional y a las instancias de la ONU. Es cierto que ya en el pasado los Estados Unidos no dejaron ninguna duda de que sólo se sienten comprometidos con la ONU en la medida en que esta representación general del mundo de los Estados está subordinada a la «pax americana» y le es obediente. Pero en esa relación oscura entre la ONU, el Consejo de Seguridad y el derecho internacional, por un lado, y la «pax americana», por otro, no se registró durante medio siglo ninguna ruptura abierta. La primera guerra por el orden mundial, en 1991, contra Irak, fue llevada a cabo aún bajo la égida de la ONU y en nombre del derecho internacional, a fin de detener la anexión de Kuwait. Pero ya la segunda guerra del orden mundial, contra el resto de los yugoslavos (los serbios), hirió de manera flagrante exactamente los principios que pocos años antes fueron proclamados contra Irak. En consecuencia, la OTAN (alianza militar occidental) puso en acción su aparato militar, que en más del 90% consiste en las Fuerzas Armadas de los EE.UU., sin el mandato de la ONU. «De facto y de jure», se trataba de una agresión de la OTAN contra un Estado soberano y un miembro de las Naciones Unidas.

Derecho que no vale

En la campaña de Afganistán, después del 11 de septiembre de 2001, la cuestión de la legalidad ya ni siquiera fue planteada; y tampoco en los recientes preparativos de guerra contra Irak. Es evidente que el derecho internacional ya no vale nada. La ONU y el Consejo de Seguridad se volvieron definitivamente sin importancia y sólo pueden funcionar como figurantes de la «pax americana». La última potencia mundial fáctica rompe con la legitimidad representada por la ONU y, por eso, tampoco toma en serio su legalidad formal. No obstante, sería completamente falso ver en este procedimiento el mero acto usurpador o la imposición de un Estado y de una nación sobre el resto del mundo. Si el gobierno norteamericano utiliza repetidas veces el concepto de «interés nacional», con el fin de dar, por lo menos para la parte interna (ante los propios ciudadanos), una apariencia de legitimación a sus acciones de potencia mundial, se trata de una autoilusión. En la era de la globalización ya no hay ningún interés nacional unívocamente definible ni en el aspecto económico ni en el político. De hecho, los EE.UU. desempeñan el papel de «potencia protectora» global de un capitalismo planetario. Sin embargo, es justamente de esta manera que se vuelven claras las contradicciones de la globalización. El capital asume una forma transnacional, pero el poder político y militar sólo puede existir, según su esencia, bajo la forma nacional. El ciudadano del mundo, reiteradamente difundido desde la Ilustración, no es nada más que una quimera, ya que el ciudadano del moderno sistema productor de mercancías sólo es posible en una doble figura, como el Dr. Jekyll y el Sr. Hyde; esto es, como «bourgeois», por un lado, y «citoyen», por otro. Pero el universalismo del capital es meramente económico, no político. Por eso hay un mercado mundial, pero no un Estado mundial. El cosmopolita sólo puede aparecer como «bourgeois», no como «citoyen» del mundo.

Relación paradójica

De ahí que la «pax americana», en lo sucesivo planetaria, sólo sea posible como relación paradójica: en el plano del poder político y militar, el universalismo del capital tiene que asumir la forma de su propio contrario, o sea, la figura del Estado nacional y del aparato militar nacional de la última potencia mundial. Lo que se designa como «interés nacional» de los EE.UU. es, en verdad, la contradicción insoluble de globalismo y nacionalismo. Los EE.UU. necesitan adoptar las funciones de un Estado mundial, sin poder ser el Estado mundial. Esta contradicción se exacerba en la misma medida en que el carácter de la globalización se manifiesta en su calidad de crisis fundamental del sistema productor de mercancías. Cuanto más los seres humanos son estigmatizados como «superfluos» por la tercera revolución industrial, cuanto más economías y Estados nacionales entran en colapso y cuanto más la valorización del capital choca de esta manera con sus límites históricos absolutos, tanto más fuertemente los EE.UU. son compelidos, como potencia mundial nacional, a reaccionar a un estado de emergencia global y a imponer una especie de estado de excepción sobre el planeta entero. Sin embargo, como la regulación política de la economía transnacional es imposible, el comportamiento de la última potencia mundial se vuelve cada vez más irracional y violento.

La justificación oficial para la expedición punitiva contra Irak es, de la manera más transparente, una falsedad. La complicidad del régimen secular de Saddam con la red terrorista Al Qaeda no sólo no está comprobada, sino que tampoco es probable. La suposición de que Irak posee aún una gran cantidad de armas químicas y biológicas de aniquilación en masa es refutada por los primeros inspectores de la ONU. Es un absurdo completo la afirmación del presidente Bush de que ese régimen, entretanto completamente agotado, representaría una «amenaza para el mundo».

Dictadura deshecha

Incluso cuando el ejército iraquí era abastecido y apoyado por Occidente, ni siquiera estuvo en condiciones de vencer a las tropas mal armadas del mulah iraní; tanto menos es capaz hoy, después de años de embargo, de bombardeos y de la destrucción de gran parte de su arsenal, de un ataque estratégico a otros países árabes y menos aún a Israel. Saddam Hussein representa una dictadura del Tercer Mundo completamente común y deshecha, como las que hoy caen despedazadas por docenas en el mercado mundial, entrando en un proceso de disolución de las estructuras del Estado. Muchos regímenes parecidos son protegidos por los EE.UU. (como se sabe, esto se aplicaba también al propio Irak). El ataque a Irak, anunciado y calificado de «inevitable», posee unas razones muy diferentes de las pretextadas por la propaganda de los EE.UU. En realidad, se trata de una «huida hacia adelante», ya casi desesperada, con que la última potencia mundial pretende impedir la pérdida inminente del control global. La «guerra contra el terrorismo», divulgada a toda voz por el presidente Bush, fue un fiasco. Ostensiblemente la organización postestatal Al Qaeda no fue alcanzada de manera decisiva. El gobierno norteamericano no puede ofrecer a la esfera pública imperial ni siquiera un cortejo triunfal para presentar a Osama bin Laden en el papel del jefe engrillado de los bárbaros. Y lo que costó la expulsión del Talibán fue el pacto vergonzoso de los EE.UU. con los bandidos y los señores de la guerra de la llamada Alianza del Norte. Y ni aun se puede hablar de un control efectivo sobre Afganistán.

Los EE.UU. no ganarán una guerra que ni siquiera pueden dirigir, del mismo modo que un rinoceronte no puede atacar sus propios virus intestinales. Pues en la crisis mundial del capitalismo el terrorismo no se limita a regenerarse siempre de nuevo, como las cabezas de la hidra; también se mueve en una dimensión diferente de aquella en que se encuentra la última potencia mundial.

Consorcio transnacional

Al Qaeda no opera en el plano de la soberanía territorial, sino como un consorcio transnacional en los intersticios y en los nichos de la globalización. Para luchar en esa dimensión, la máquina militar «high-tech» de los EE.UU. es completamente inapropiada e inútil. Los ataques aéreos eternos con bombarderos Stealth, misiles Cruise, etc., aciertan, en grandes superficies, sobre la población, las ciudades y las infraestructuras, pero son demasiado groseros como para poder alcanzar la red transcontinental del tipo de la de Al Qaeda. Los EE.UU. necesitan un éxito grandioso y espectacular en la guerra por el orden mundial. Tienen que demostrar que todavía son los «dueños de casa». Pero el poder de los EE.UU., de acuerdo con su esencia, está ligado al mundo de los Estados nacionales. Por eso una demostración de fuerza y de voluntad de dominio global sólo es posible bajo la forma de la guerra territorial en el sentido de Clausewitz [1780-1831, estratega militar prusiano], lo que se volvió anacrónico. Para poder compensar la frustración en la «guerra contra el terrorismo» y «servir de ejemplo», los EE.UU. precisan un enemigo en su propio terreno, una víctima fácil. Irak se presta a ello, puesto que desde hace mucho ya fue ideológicamente construido como un «Estado de bribones». Y, al ser un poder territorial y soberano tradicional, apoyado en un Ejército clásico y de cualquier modo ya decadente, el régimen de Saddam no tiene la menor posibilidad. Pero hay todavía una segunda razón, de lejos la más importante, de por qué precisamente Irak pasó a quedar en la mira. La economía mundial entró en una nueva fase crítica. El desastre de la nueva economía y la caída de los mercados financieros occidentales desde el comienzo del año 2000 está repercutiendo sobre la economía real global. El centro de esta crisis se encuentra en los EE.UU., cuya economía basada en burbujas financieras había empujado en los años 90, como una locomotora, la economía mundial entera con excesos fantásticos de importaciones.

Milagro económico

El final inevitable de esa era del «capital ficticio» amenaza no solamente con arrastrar a la economía norteamericana, totalmente endeudada, hacia el precipicio, ampliando la crisis candente de la economía mundial hasta el punto de convertirla en un incendio de extensión global, sino que también amenaza, en una perspectiva más amplia, con poner en cuestión la capacidad de financiación de la máquina militar de los EE.UU. y provocar el fin de la hegemonía global. Urge un «milagro económico» a cualquier precio. El capitalismo de burbujas financieras debe ser reintroducido en el movimiento ascendente constante de los años 90. Para ello es necesario, sin embargo, un pronóstico básico, que justifique el boom en las Bolsas como mera anticipación de una era subsecuente de crecimiento en la economía real. En este aspecto, las opciones de nuevos soportes tecnológicos se convirtieron en un modelo fuera de línea. Las esperanzas en un alza espectacular de las inversiones y el consumo a través de la comercialización de Internet y a través de la industria de las telecomunicaciones por medio del UMTS [Universal Mobile Telecommunications System] se revelaron como verdaderos fiascos. Después de que los potenciales internos de un crecimiento real provocaran decepción, una «era de petróleo barato», militarmente inducida desde el exterior, debe servir ahora, mediante al ataque a Irak, como nueva proyección para recuperar el crecimiento de las burbujas y también para hacer de la primera década del siglo XXI una era de «jobless growth» [crecimiento sin empleo]. En los EE.UU. se discute abiertamente sobre un «desbaratamiento» de la OPEP (Organización de los Países Exportadores de Petróleo]. La economía norteamericana debe ser «salvada» por un precio del petróleo al nivel anterior a los tiempos de la OPEP. Para eso, sin embargo, el control y la explotación del territorio del Mar Caspio está lejos de bastar, ya que allí se encuentran depósitos similares en tamaño a los del petróleo del Mar del Norte, como se ha verificado entretanto.

Nuevo estado de excepción

En Irak, por el contrario, se hallan no sólo el 15% de las reservas mundiales, sino que además éstas pueden ser extraídas del suelo sin competencia y a costos módicos. Por medio de una ocupación militar de los campos petrolíferos iraquíes y de su modernización con la ayuda de un gobierno títere manejado por los EE.UU., ese es el cálculo, un nuevo impulso de crecimiento global bajo la conducción de la economía norteamericana se podría poner en marcha. Pero este cálculo es irracional y no puede más que acelerar la caída. Después de una victoria militar relativamente fácil, Irak se dejará apaciguar aún menos que Afganistán. En el norte, son inminentes los conflictos con Turquía; en el sur, con Irán. El desbaratamiento de la OPEP sería la ruina completa de todo el Oriente Próximo y, probablemente, también de Rusia. En lugar de los regímenes actuales, no se instalarían democracias bien educadas, sino Estados anómicos avanzados y toda una guerrilla cargada de odio contra las instalaciones extractivas y las vías de transporte del petróleo supuestamente «barato», cuyo precio llegaría realmente entonces, en verdad, a estallar. Los EE.UU. crean un nuevo estado de excepción son su brutal «huida hacia adelante»: se deslizan hacia una dictadura militar directa y un régimen de ocupación sangrienta en toda la región petrolífera. Pero incluso la mayor potencia militar de la historia no podrá soportar esto durante mucho tiempo.


Folha de São Paulo, domingo 24 de noviembre de 2002.
Traducción del alemán al portugués: Luiz Repa.
Traducción del portugués al español: Round Desk.
Versión portuguesa en: http://planeta.clix.pt/obeco